LA FIGURA DEL SOMMELIER EN EL SIGLO XXI

¿Debe el y la Sommelier de hoy, saber de cocina?

Una pregunta que quema como flambé mal hecho...

Lo escuché hace poco en una mesa de cata donde todos presumían más diplomas que trufas negras en temporada: “El sommelier no tiene por qué saber cocinar. Su mundo es el vino, no la sartén.” Y ahí, mientras giraba mi copa y disimulaba una ceja levantada, supe que estábamos en uno de esos temas que divide aguas. Como el cilantro o el punto exacto del huevo poché.

Porque sí, la pregunta es legítima:
¿Debe el sommelier moderno saber de cocina? ¿Es indispensable que entienda la alquimia del fuego, la textura de un confit, la densidad de una salsa montada? ¿O basta con saber de uvas, regiones, taninos y cosechas?

Mi postura es clara: sí, debe saber. No para reemplazar al chef, sino para hablar su idioma. Para entender su lógica. Para estar a la altura de una conversación que es cada vez más compleja, más técnica, más interdisciplinaria.

El maridaje —ese término que tanto usamos y que a veces repetimos como si fuera un mantra automático— no es un ejercicio de intuición poética, es una construcción técnica, sensorial y estratégica. Y no se puede afinar el paladar si no se entiende lo que sucede en el plato. No basta con decir “esto va con esto”. Hay que saber por qué.

Un sommelier que conoce de cocina entiende los niveles de umami, la intensidad de un fondo oscuro, la acidez de un escabeche, el dulzor de una reducción de cebolla. Sabe cuándo un vino se va a disolver, cuándo va a pelear, y cuándo va a bailar. Y eso —créeme— no se aprende solo leyendo fichas técnicas.

En sala, ese conocimiento se traduce en precisión. En credibilidad. En ventas. Porque al cliente no le interesa que le hables del viñedo si no podés explicarle qué va a pasar en su boca cuando ese vino se encuentre con la grasa del pato.

En cocina, el sommelier formado es un aliado. Alguien que puede sentarse con el chef y construir un menú coherente, emocionante, rentable. Que entiende la estacionalidad de los productos, las temperaturas de cocción, la textura de los ingredientes. Que habla de vinos, sí, pero también de mantequilla noisette, de puntos de sal, de tiempos de reducción.

En tienda o en redes, ese conocimiento se vuelve contenido. Se vuelve inspiración. Porque no hay nada más atractivo que un sommelier que te recomienda un vino y al mismo tiempo te sugiere qué cocinar con él. Un comunicador del vino que también te da hambre, que te seduce desde lo real, desde lo posible. No desde la etiqueta, sino desde la experiencia.

Ahora bien, que se entienda bien: no estoy diciendo que el sommelier deba ser chef. No tiene que saber hacer esferificaciones ni dominar la cocina al vacío. Pero al menos tiene que haberse ensuciado las manos, haber hecho un buen fondo, saber qué es una emulsión rota, cómo cambia un alimento cuando lo horneas, lo fríes o lo curas.

Porque al final, el vino se bebe comiendo. Porque el gran escenario del sommelier es la mesa. Y en la mesa no hay reina sin su rey: vino y cocina, cocina y vino. No se puede hablar bien de uno sin conocer al otro.

¿Hay sommeliers que han hecho carrera sin saber de cocina? Claro que sí. Pero hoy, en un mercado más competitivo, más exigente, más técnico… el que sabe de gastronomía tiene una ventaja abismal. Sabe crear momentos. Sabe construir propuestas. Sabe vender mejor.

Así que sí: que se quite el miedo al fuego. Que se amarren los delantales. Que entren en la cocina no como intrusos, sino como cómplices. Porque el sommelier que cocina, no solo huele mejor los vinos. También huele mejor las oportunidades.